La anquilostomiasis o “anemia de los mineros” es una enfermedad causada por un parásito intestinal que, entre otras manifestaciones causa anemia, a veces grave. Fue un problema sanitario serio en los primeros años del siglo XX, hasta el punto de que el International Health Board de la Fundación Rockefeller se implicó en su investigación y combate.
En España el estudio sistemático del tema, bajo los auspicios de la mencionada Fundación, fue emprendido por el Dr. Carlos Bailey en colaboración con otros médicos españoles. El catedrático valenciano Rodríguez Fornos en 1924 demostró la existencia de una endemia de la enfermedad en las huertas de Valencia.
En Murcia, quien se preocupó por el problema e inició una investigación sistemática en la comarca que demostró que Santomera era uno de los focos afectados, fue el Dr. Antonio Guillamón Conesa quien aparece en la figura 1 (tercero de delante a atrás), acompañado por parte del equipo de investigación, los médicos Mariano Abril Cánovas –en primer término– y Luis Sardina; al fondo el maestro de Alquerías, Sr. Capel. El primer caso de la enfermedad en la Huerta de Murcia fue declarado en 1923, y en 1925 el propio Guillamón declaró otros cuatro casos.
La investigación continuó entonces en Puebla de Soto, La Ñora, El Raal y otros puntos de la Huerta, incluida Santomera. Guillamón tenía dos hipótesis acerca del origen de la enfermedad en la Huerta de Murcia, ambas de causa socioeconómica: la primera afirmaba que la “enfermedad de los mineros” existía en La Unión, municipio que llegó a alcanzar los 40.000 habitantes hasta que la minería entró en crisis a consecuencia de la I Guerra Mundial, lo que provocó una migración masiva desde la Sierra Minera hacia la Vega del Segura. Una segunda hipótesis, que Guillamón consideraba más probable, era el uso de heces fecales procedentes de la Unión como fertilizante en la Huerta de Murcia. Guillamón afirmaba que existía un “sospechoso tráfico de importación y exportación” a través del cual los frutos de la Huerta viajaban en carros hasta La Unión y los mismos carros volvían cargados del estiércol de origen humano que se usaba para abonar las tierras.
En 1927, en el conjunto de la investigación, el Instituto Provincial de Higiene y el Laboratorio Municipal analizaron muestras de distintos puntos de la Huerta de Murcia, entre ellas las de 181 personas residentes en Santomera. De estas, 28 (más del 15%) presentaban parasitismo por anquilostoma (un poco por encima de la media, que era el 14%), pero también otras cuatro (2,2%) mostraban estar parasitadas por tenias y cuatro más por oxiuros. Las investigaciones de Guillamón mostraban que una buena parte de los niños estaban parasitados. Así los describía: “Son niños pálidos, enclenques, tristes y poco desarrollados en relación con su edad […y en el futuro], serán débiles, faltos de energías para el trabajo, predispuestos a otras enfermedades y generadores de una raza debilitada si no mueren antes, como es lo probable…” La causa de la infestación de los niños la explicaba así nuestro médico, haciendo un retrato de la vida en la huerta: “A los niños se les dedica a ciertas ligeras faenas secundarias al trabajo agrícola: les vemos recogiendo estiércol para transportarlo al bancal; cuidando de los animales, especialmente del cerdo que por lo general tiene su habitación junto al estercolero, donde los huertanos a falta de retrete suelen defecar; segando alfalfa que es uno de los cultivos que más favorece el desarrollo del anquilostoma; finalmente, en sus juegos y con mucha frecuencia andan descalzos por todas partes. Es tan arraigada esta costumbre en los niños que he podido observarla hasta en una de mis conferencias a la que acudieron así algunos, a pesar de que el maestro recomendó previamente a los escolares que asistieran con la debida compostura y aliño. Los adultos no suelen descalzarse más que para realizar sus trabajos agrícolas, porque les es incómodo y molesto ejecutarlos con los pies calzados”.
El hecho de andar descalzo tiene importancia en el ciclo del parásito. El anquilostoma es un parásito intestinal cuyos huevos salen al exterior con las heces. En el exterior del cuerpo humano y en condiciones apropiadas eclosionan en la tierra. Las larvas se fijan a la piel de las personas que las pisan o las tocan y la atraviesan. Una vez superada la barrera de la piel, a través de la sangre llegan a los pulmones; y cuando se producen golpes de tos salen hasta la garganta. Entonces son deglutidas y cuando llegan al intestino, maduran y completan su ciclo, depositando nuevos huevos. Una vez adquirida la enfermedad las propias personas enfermas contribuyen a su difusión al defecar en las tierras de cultivo o en los patios de las casas, donde las heces mezcladas con la tierra liberan las larvas que pueden entrar por la piel de los pies cuando son pisadas, o la de las manos y brazos cuando se trabaja con la tierra o el estiércol.
En una época en la que aún no existían los antibióticos (no llegaron hasta los años 40 del siglo XX), la eficacia de la medicina era más que dudosa y aunque había propuestas de terapéutica farmacológica, estaba claro que la solución al problema no podía venir solamente de los fármacos, sino que tenían que ser medidas preventivas y la colaboración de la población las que la trajeran. Así se lo recomendó el notable higienista Gustavo Pittaluga a Antonio Guillamón, y así se ejecutó. Partiendo de la idea de que “la sanidad es obra de los pueblos mismos”, se decidió implicar a la comunidad en la solución del problema. Participaron en la actividad los médicos de los distintos puntos de la Huerta, pero también los maestros, los curas, los pedáneos y “personas significadas”; y por supuesto, los propios huertanos tuvieron un papel muy activo. Se empezó por explicar a adultos y niños el problema. Para ello eran convocados en las escuelas y se les exponía en qué consistía la enfermedad, sus causas, su mecanismo de transmisión y la actividad que se desarrollaría. Las charlas se acompañaban de carteles murales que explicaban el ciclo del parásito, y otros con indicaciones claras y concisas: “no andes descalzo y utiliza el retrete”, “no juegues con el barro”, “lávate las manos antes de comer”.
Se distribuyeron estampas y cartillas que de modo gráfico hacían comprensible la información y los maestros se ocuparon de integrar estos materiales y la información en las clases sobre el cuerpo humano y su funcionamiento que recibían los niños en la escuela. Los niños mostraban sus conocimientos en clase de lengua, haciendo redacciones en las que resumían las charlas impartidas y la información de los materiales distribuidos. Luego, se solicitaba la colaboración de la población, pidiéndole que entregara muestras de heces para que fueran analizadas y así tener conocimiento preciso de la extensión de la enfermedad.
Finalmente, los propios huertanos participaron de forma activa, colaborando con sus vecinos para construir letrinas después de haber obtenido información sobre el modo correcto de realizarlas. A juicio de Antonio Guillamón, la campaña demostró ser un éxito completo en lo que se refiere a la asimilación de los conocimientos y la participación comunitaria para luchar contra una enfermedad.
BIBLIOGRAFÍA.
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