Escudriñan los terruños de este nuestro preciado solar unos agudos y oscuros ojos, que dan visión a una preclara mente, que se manifiesta en la erudición que fluye de sus labios. Llevados, como están, por unos inquietos pies, de acá para acullá, que no hay rincón que estos alígeros soportes no recorran, obtienen el gozo de la visión y el descubrimiento, de lo mundano a lo sublime, de lo viejo a lo nuevo, para disfrute de ese curtido cuerpo en el que se amalgama todo un conjunto de virtudes. Curtido por el tiempo y la experiencia, soporte de todo el conocimiento que erupciona por su boca.
Pongámosle nombre a este intrépido personaje. Es nuestro maestro. Maestro, profesor, cronista y aventurero. Pero no, no un aventurero de postín. Es un aventurero auténtico, de corazón, insaciable de correrías e infatigable. Distinguido en su silueta por una cámara fotográfica siempre lista para el disparo y por su inseparable cuadrúpedo compañero Trotski. Blas Rubio es su nombre.
Necesario es que se conozca y dé reconocimiento a la encomiable labor de hallazgos arqueológicos llevada a cabo por nuestro maestro en esta nuestra amada tierra. La fortuna, producto de un ímprobo tesón, en este sentido, le viene acompañando desde que hace ya unas cuantas décadas, sus piernas, aún jóvenes, le comenzaron a llevar por los más recónditos lugares de nuestro municipio. De suerte, para todos nosotros, su fino olfato arqueológico, junto a su ya veterana experiencia, se ha perpetuado hasta nuestros días, y ojalá que aún por mucho más tiempo. Aptitudes que pone en práctica cada vez que cruza el umbral de la puerta de su casa hacia afuera. Pues como santomerano de pro, orgulloso de su patria chica y aferrado a su cuna, incombustible en el deseo de sentir cada día en su faz el sol que cae sobre este predio, en el que habitamos algo más de dieciséis mil almas, sigue deleitándose con reconfortantes y fructíferos paseos por cada palmo de tierra, barranco, ramblizo, cerro o montaña que pueblan esta tierra de frontera a la que Andúgar compusiera entrañables versos.
Y de esto precisamente quería hablaros. De un fabuloso hallazgo llevado a cabo por nuestro prócer. Tuve el privilegio de ser uno de los dos primeros conducidos al lugar por el artífice del mismo. El asunto iba en serio, no se trataba de una afición de común buscador de reliquias pétreas u objetos con apariencia de artefactos arqueológicos. No, se trataba de una actividad con carácter puramente científico, una prospección arqueológica en toda regla (1), y como tal tenía que ser tratada. Por ello, el otro acompañante de aquel emocionante momento era nuestro querido arqueólogo y profesor Miguel Pallarés. De modo que mi presencia en esta aventura excursionista, a la que fui invitado, no era más que un golpe de suerte, un testimonio anecdótico o circunstancial por el que me siento profundamente agradecido. La esencia de la actividad estaba en mis dos preceptores.
Aunque ya por el año 2006 movido por las carreras de orientación el maestro escudriñó el suelo paleolítico del lugar que mostramos, fue esta vez bajo una mirada arqueológica, en una agradable y soleada tarde de final de verano, el diecinueve de septiembre del pasado dos mil dieciocho. El tiempo acompañaba con una ligera brisa procedente del Mediterráneo, que mitigaba el tórrido calor al que en estas latitudes estamos más que acostumbrados todavía en esas fechas. Después de transitar en vehículo de cuatro ruedas, «la furgo» de Miguel, por un camino de tierra, practicable para este tipo de transporte, llegamos a un claro que los pinos carrascos, que nos habían acompañado durante buena parte del trayecto, dejaban a la solana de una pequeña elevación montañosa. Allí en lo alto del cerro se encontraba el objeto de nuestro deseo, pero la situación que ocupábamos aún no nos permitía divisarlo (2).
Comenzamos a caminar bordeando un poco el piedemonte, a la vez que ascendíamos por su ladera sur. Al poco de empezar el ascenso, Blas nos indicó que mirásemos hacia arriba, cerca de la cumbre del monte. Al alzar la vista, allí estaba, gallarda, capitana de todo el paisaje, una cueva de cierta envergadura en su vano de acceso. Aquél era el objeto de nuestros desvelos, el objeto que había levantado la suspicacia de nuestro guía y que consideraba de sumo interés su inspección por parte de Miguel. De inmediato, el arqueólogo, con objeto de aprovechar cada paso que desde ese momento diésemos, nos sugirió que comenzáramos a prospectar el terreno conforme fuésemos ascendiendo. El avance era, en cierto modo, fácil, pues la pendiente no era muy pronunciada; además, ayudaba en la tarea el estado de aterrazamiento, fruto de la acción antrópica en la ladera. Al compás del ascenso la cueva se nos hacía más clarividente.
Una vez en su proximidad, enormes rocas en su frente, en conjunción con la pendiente, nos tapaban la visión de su embocadura en toda su plenitud. Pero ello no era objeto de distracción de nuestros anhelos, pues en la laboriosa tarea de prospección que nos llevábamos entre manos, pronto empezamos a obtener suculentos frutos, lo cual nos alentaba el ánimo aún más. Bajaban del cubículo pequeños arroyuelos excavados por el agua de lluvia en su discurrir monte abajo, hallándose éstos repletos de materiales revueltos: pequeñas piedras y tierra, sobre todo. Entre ellos, y como Blas ya nos había prevenido, comenzaron a aparecer esquirlas de sílex de colores blanco y marrón, los cuales, por su estado y tamaño, a buen seguro que eran restos procedentes de la talla de nódulos de dicho material lítico. Para más abundancia y confirmación de lo mismo, no tardó en aparecer un gran nódulo de sílex blanco-rosáceo. A esto hay que sumar el hallazgo de restos óseos, cuya disyuntiva adscripción a un origen humano o de fauna, en ese momento, era dudosa, aunque nuestro sentido común nos decantaba más por la segunda opción ̶ el preceptivo examen en laboratorio por parte de la adorable antropóloga forense que colabora con nuestra obra, ha determinado que, efectivamente, son de fauna, en concreto, de ovicápridos ̶ . Ante todo esto, la emoción de un servidor ya se tornaba en incontenible, y sin embargo, como es obvio, aún quedaba por desentrañar lo más suculento de la jornada.
Las enormes piedras reconducían nuestros pasos, llevándolos por angosturas del terreno en pendiente, hasta que al final, franqueadas estas moles, amparo de frondosos matorrales, cuyo trecho alargaba más el ansia de superarlas que la verdadera escasa distancia entre su inicio y su fin, allí estaba, esplendorosa, abierta y acogedora a un tiempo, y misteriosa de todo por todo como la «quijotesca cueva de Montesinos». En realidad, lo que en otro tiempo, seguramente fuera una caverna muy hospitalaria, había mutado en un generoso abrigo. Y esto puede afirmarse porque allí mismo estaban la evidencias de ello. ¿Qué eran, si no, aquellas rocas dispuestas frente a ella poco más abajo de su umbral? Está claro. En un tiempo formarían parte de la estructura de su visera, derrumbada y depositada en el derrame de la propia cueva, que el transcurrir de los días no pasa imperturbable, ni para lo vivo ni para lo inerte de todo aquello perteneciente a este globo que nos lleva.
Describe su planta una suerte de hemiciclo cerrado en su lado recto, aunque de forma irregular, por las susodichas piedras, las cuales, ejerciendo a su vez a modo de dique de contención, han retenido buena parte del potente estrato presente en el suelo del abrigo. Sus dimensiones maestras son: unos trece metros de anchura, por unos siete de profundidad y otros cuatro o cinco de altura. En la pared de la cávea ̶ pared curvilínea del fondo de la cavidad ̶ , coincidiendo más o menos con un punto intermedio entre dos mitades casi simétricas del habitáculo, se abre una curiosa hornacina o remedo de tabernáculo, cubierta por una aparente bóveda de cuarto de esfera, y a cuyo abrigo se puede acoger una persona de estatura media puesta en pie y con sólo una ligera inclinación de su torso hacia afuera. He aquí el motivo de su bautismo, pues tiempo le hubiese faltado a un gorrión para emprender el vuelo ante la alígera lucidez que nuestro arqueólogo tiene para la toponimia; no en vano, sólo bastó un instante para que movido por tan sugestiva expresividad de la caprichosa morfología de dicha pared, prorrumpiera con un evocador vocablo: “Capilla”. Desde ahora en adelante este mágico lugar será conocido como la “Cueva de la Capilla”, convinieron casi al unísono Miguel y Blas.
Al impacto inicial, por lo persuasivo del escenario en general y su emplazamiento en el paisaje, sobre los dos nuevos visitantes, pues nuestro querido maestro ya había tenido tiempo de desembarazarse del mismo desde su primera y reveladora visita, sucedió un irrefrenable interés por «tamizar» visualmente cada palmo de tierra del potente depósito que se extendía a nuestros pies, así como la materia pétrea de sus sufridas paredes y techo. En su espacio envolvente se apreciaron signos de infiltraciones de agua, además de hollín de vetustas fogatas. Bajo nuestros pies, había zonas de tierra compactada que alternaban con otras de estrato espumoso, es decir, notablemente removido. Esto último era especialmente apreciable en el lecho de la hornacina, cosa previamente advertida por Blas, pues la polvorienta tierra y pequeños guijarros se escurrían con desafiante facilidad por entre piedras subyacentes, más grandes que los chinarros superficiales y parcialmente visibles. Estaba claro que tierra removida y pequeñas oquedades eran producto de la excavación de galerías por los animales, únicos moradores actuales del abrigo. La constatación de la potencia y estado del suelo, de inmediato nos produjo la intriga de la importancia y la antigüedad de lo que su subsuelo podía esconder.
Pronto, nuestra obstinada búsqueda obtuvo recompensa. Junto al ya acostumbrado hallazgo de escorias silíceas procedentes de los trabajos de extracción de lascas o láminas, a partir de núcleos de sílex, para la factura de instrumental lítico, aparecieron, de forma inimaginable, apenas camufladas por el terroso polvo del suelo, auténticas piezas acabadas de industria lítica. Se trataba de dos raspadores perfectamente identificables, asignables a tiempos del Paleolítico. De igual modo, también emergieron de entre el polvo restos de cerámica pertenecientes a distintas épocas, que podían ir desde la prehistoria, como los artefactos líticos indicados, hasta la Edad Media. Resulta indudable que su afloramiento no se pudo deber a otra cosa que a la labor de excavación de galerías o madrigueras por sus agradecidos huéspedes. Aunque más agradecidos nos sentíamos nosotros. ¡Qué fantásticos, esos animalillos del «inframundo»! ¡Aquí no cabía decir aquello de «malditos roedores», sino más bien todo lo contrario! (3)
En tan cautivador lugar fácil es caer, dejarse atrapar, en las delicias de la abstracción. Sentado en una de las peñas que guardan su entrada, librado del calor por la fresca y amable sombra que dispensa el guardián de tan noble guarida; un hermoso pino que se yergue mayestático frente a la hornacina, con su tronco enhiesto y maduro, que soporta con vigor el frondoso ramaje que procura el alivio al ávido espectador, cual olivo de la gruta de las náyades que dispensó sombrío refugio al encuentro de Atenea con Ulises, su protegido, en la patria del héroe, mientras, ambos, por inspiración de la diosa, tramaban la muerte de los orgullosos pretendientes; así, en semejante trance, vano hubiese resultado el intento de no dejarse embriagar por la ensoñación, como la que transpuso a nuestro ingenioso hidalgo de la triste figura en el interior de la renombrada Cueva de Montesinos.
Desde tan privilegiada atalaya en la ladera de solana, con la vista fija al frente, hacia el valle al que se abre este ventanal, la imaginación trae la visión de la vida en el remoto pasado. Un pasado que, por las evidencias arqueológicas, podemos retrotraer a tiempos prehistóricos, hasta el Paleolítico ̶ las industrias líticas señaladas se corresponden con períodos del Paleolítico Superior, concretamente de los períodos culturales del Auriñaciense o del Gravetiense y del Magdaleniense (4) ̶ . Los sentidos, embaucados, te introducen en escena: el silencio lo presidía todo, de vez en cuando roto por la irrupción de los sonidos de los animales, de todas las especies y géneros, que desarrollaban sus quehaceres cotidianos en plena armonía entre sí y con su entorno, aunque muy esquivos a la vista del observador. La vegetación, propia de un ambiente más bien fresco y seco la mayor parte del año, con lluvias estacionales, aunque más abundantes que en la actualidad, se componía de una especie de pradera herbácea salpicada por pequeños grupúsculos de encinas y carrascas, y por algunos rodales de abigarrados matorrales ̶ maquia ̶ , entre los que destacaban algarrobos, palmitos y acebuches. Llenaban de fragancia el aire tomillos y romeros, y multitud de florecillas y otras plantas aromáticas.
En cuanto a la fauna, por más que me empeñaba en divisar algún especimen, resultaba tarea harto improbable, pues, aunque, como ya he mencionado, su presencia se adivinaba por los sonidos que el espantoso silencio traía hasta mí, como es evidente, tratarían de zafarse de toda presencia humana, a la que el abrigo quedaba claramente asociada. Sólo en un momento dado, en lontananza, pude apreciar lo que se presumía un pequeño grupo de équidos, de unos cinco o seis ejemplares, que ramoneaban de cuando en cuando la hierba a la vez que avanzaban por la pradera. El estado de abstracción y de emoción en el que me hallaba era tal, que todo lo que la realidad hiciese transcurrir a mi alrededor me era absolutamente ajeno. Sin embargo, el deseo de observar con mayor precisión y cercanía a cualquier animal ya me impacientaba, a lo que siguió una paulatina pérdida de esperanza en el logro de dicho objetivo. Llegado al extremo en el que, al mismo tiempo que se me desvanecía toda ilusión, comenzaba a regresar al estado de consciencia de esta vida común en la que «los hombres comen pan», de improviso, irrumpió, casi en un primer plano de la escena, un gigantesco ciervo megaceros. La visión duró un susto, pues mi espanto fue el espanto del animal, que sorprendido por mi presencia, emprendió rápidamente la huida.
En verdad, tan solo habían transcurrido unos cuantos segundos desde el inicio de mi transposición hasta el sobresalto sufrido por esa imaginaria visión del majestuoso animal; quizá poco más de un minuto, pero parecíame una eternidad. Este sobresalto a medio camino entre lo onírico y la realidad, acabó por tornarme los sentidos a la captación de lo que de veras ocurría en mi entorno. Tras de mí, estaban mis compañeros, también ampliamente complacidos por lo que estaban experimentando, realizando conjeturas acerca de las funciones que este hábitat pudo desempeñar en el pasado, las cuales iban desde los tiempos remotos de la prehistoria hasta los más cercanos del período protohistórico. Entre ellas cobraba más vigor la que le atribuía una posible dedicación a una especie de santuario natural en época de los íberos ̶ perído comprendido entre los siglos VI a.C. y I/II d.C. aproximadamente ̶ , idea sumamente plausible, pues se daban todos los condicionantes más apropiados.
Iconografías tan lejanas no fueron la exclusividad, pues acudieron a nuestra imaginación otras tantas capacidades atribuibles a la cueva, como la de haber servido de refugio de viajeros y aventureros, de buhoneros; de soldados autóctonos o de sus oponentes foráneos; de hombres depravados o simples miserables al margen de la ley; de pastores locales o trashumantes, etc.; todos ellos pertenecientes a cualquier tiempo, desde las edades de los metales hasta casi nuestros días. Tampoco escaparon a nuestro imaginario tintes más románticos, adentrándonos ya en los cercanos tiempos decimonónicos, y hasta en la primera mitad del siglo pasado. En los que la cavidad hubiese servido de cubil para bandoleros y para los maquis de postguerra. Resultaba, por tanto, muy sugestivo imaginar al famoso y temido bandolero Jaime el Barbudo, acompañado de sus secuaces haciendo oportuna parada en el abrigo, cuyas correrías y fechorías por estos rincones, por notorias, fueron transmitiéndose oralmente de generación en generación, dejando poso en la memoria colectiva, y un halo de una especie de mezcla entre mito y terror acerca de la concepción del personaje. No en vano, este espacio, por ser éste originario de la cercana localidad alicantina de Crevillente, formaba parte de su área de expansión natural. La imaginación que corre desbocada como caballo lozano, y nos lleva de Roma a Constantinopla en un «tris», sacude nuestro pensamiento con torrentes de miles de sugerencias, y los interrogantes se multiplican por doquier, llevándonos desde lo más ingenuo hasta lo más sensato; así pues, uno no quedó libre de hacerse la siguiente pregunta: ¿acaso sus paredes no pudieron ser también mudos testigos de amores furtivos?
En medio de todo este clima de fructíferas elucubraciones, el declinar de los rayos del sol introdujo un poco de cordura. El momento del ocaso se acercaba y Blas nos apremió para que pasáramos a la segunda parte de nuestra inspección. Orillando la caída de la visera del abrigo por su lado derecho, nos abrimos paso hacia la cercana cumbre del monte. Allí nos esperaba otra grata sorpresa. Pocos pasos mediaron entre el encumbramiento del promontorio y la vista de un fascinante túmulo en medio de la planicie de su cima. Se trataba de una pequeña acumulación de piedras de un tamaño más o menos regular, dentro de una horquilla que iba desde guijarros a pequeños y medianos mampuestos, dispuestos formando un círculo o una especie de óvalo, de escasa altura, no más de un metro, y de un diámetro de unos tres metros. Una vez más, el ojo clínico para estos asuntos de nuestro ínclito maestro se mostró insuperable. Advertidos estábamos Miguel y yo de que no perdiésemos vista al suelo, pues sobre él yacían restos de cerámica muy antigua que nuestro guía ya traía descubierta. Efectivamente, no tardaron en destellar pequeños «óstraca» (5) en las inmediaciones de la estructura pétrea que formaba el túmulo. Examinados in situ con un poco de detenimiento, inmediatamente desvelaron su más que probable origen en la cultura ibérica. Se trataba de pequeños fragmentos de recipientes de cerámica pintada con motivos geométricos florales, de color ocre en su parte exterior y de factura a torno con pasta marrón. (6)
Desde esta cumbre mirador se divisaba un amplio espacio geográfico en derredor. La situación estratégica para el dominio visual de un singular y generoso territorio de captación de recursos es indiscutible, por lo que, dentro de la admiración de estos tres espectadores por las potencialidades del lugar, pronto comenzaron a brotar cábalas acerca del significado de la estructura de piedras y del posible destino que en realidad pudo tener toda la planicie que nuestros pies pisaban. ¿Era posible que sobre ella hubiese existido algún tipo de hábitat en un remoto pasado? A simple vista no aparecían signos de ello, en todo caso sería necesaria una prospección más pormenorizada para la obtención de pistas fiables, aunque las posibilidades y las oportunidades que ofrece el emplazamiento del promontorio invitan a pensar en dicha probabilidad. Además del significado o función que ambos elementos ̶ túmulo y planicie ̶ pudieran tener por separado, también se prestaba a numerosas especulaciones la conjunción entre ellos y la presencia de la cerámica asociada al montículo de piedras. Más aún, nada de esto se podía disociar de la magnífica cueva de las inmediaciones, “La Capilla”, por la que ya habíamos pasado.
El inicio del ocaso ya pintaba bermellón la bóveda celeste por occidente, mientras que por oriente se adivinaba el orto de la luna. La jornada tocaba a su fin y nuestra presencia en tan encantador lugar ya había dado bastante de sí. De modo que era el momento de volver sobre nuestros pasos. Retornamos por donde habíamos ascendido, pasando de nuevo por el abrigo, donde «abrigamos» la esperanza de poder excavarlo algún día. En el descenso no dejamos de aprovechar la ocasión de ir prospectando la tierra que nuestra sombra oscurecía. Ya casi abajo del todo, desde donde aún se divisaba la cueva, antes de dar un paso más y perderla de vista, un servidor, cautivo del deseo de volver a verla, se giró, aun a riesgo de convertirse en estatua de sal, con el propósito de echar un último y complaciente vistazo a tan fascinante «pabellón».
En este momento postrero, y con el torso girado y la vista alzada hacia el balcón del valle, todavía tuve la capacidad de imaginar una escena en la que, a modo de representación pictórica propia del barroco, se me aparecían los actores prehistóricos en un pasaje de su vida cotidiana, desarrollada con la naturalidad y confianza que hubiese correspondido a unos conocedores de la ventaja y seguridad estratégica que sobre toda la hondonada les proporcionaba su baluarte. Y si este lugar en verdad, como gustamos fantasear, tuvo algo de magia o de encanto para ellos, todavía me planteé una cuestión más: ¿a qué tipo de deidad o deidades se encomendarían y elevarían sus preces desde allá arriba? ¿Acaso no podría ser a una naturaleza a la que amaban, respetaban agradecidos y temían a un tiempo? Y por último, volviendo a establecer una analogía con la epopeya de Odiseo y su pasaje en la gruta de las náyades a su vuelta a Ítaca, toda vez que el héroe de Troya ocultó en su interior, por indicación de Atenea, los tesoros que traía desde Feacia, con objeto de sustraerlos a la atención de los procaces pretendientes que, dándolo por muerto, codiciaban el matrimonio con su esposa Penélope y apoderarse de todas sus riquezas, las que aún no habían sido consumidas por ellos mismos; me pregunto ¿Qué tesoros guardará aún nuestra divina «gruta»?
NOTAS:
(1) Definición de lo que es una prospección arqueológica: siguiendo a G. Ruiz Zapatero y V. M. Fernández Martínez, “la prospección arqueológica superficial es el conjunto de métodos y técnicas que se emplean para la localización de evidencias del registro arqueológico, ya sean restos aislados de escasa entidad o yacimientos y estructuras de dimensiones considerables.[…] La prospección debe enmarcarse dentro de un proyecto de investigación arqueológica en el que se utilice el método científico, con una clara especificación de hipótesis de trabajo, objetivos, métodos y técnicas de trabajo, obtención y tratamiento de datos, verificación o no de las hipótesis de partida, toma de nuevos datos si fuera preciso e interpretación de los resultados de la prospección, para finalizar con la obtención de un modelo explicativo, que normalmente suele ser predictivo. […] En cualquier caso, es preceptivo que la prospección se lleve a cabo contando con el oportuno permiso administrativo emitido por la autoridad encargada de la gestión del patrimonio arqueológico de la comunidad autónoma ̶ en el caso de España ̶ en la que se encuentre enclavado el territorio a prospectar” (Agorreta, 2012).
(2) El abrigo está ubicado en el Monte de los Ásperos, en el entorno del pantano de Santomera.
(3) Los artefactos o restos arqueológicos hallados aquella tarde, fueron los siguientes: dos raspadores líticos, de sílex, obtenidos por el procedimiento de talla, adscribibles a dos momentos culturales distintos del Paleolítico Superior: uno de ellos al Auriñaciense ̶ primer estadio cultural del Paleolítico Superior ̶ o al correlativo período del Gravetiense, ambos del Paleolítico Superior Inicial; el otro raspador pudiera pertenecer al último período del Paleolítico Superior, al que se conoce como Paleolítico Superior Reciente, cuya cultura es el Magdaleniense (Amilibia, 2001-2002). Hemos de tener en cuenta que el Paleolítico Superior se desarrolla cronológicamente entre hace unos 40.000 y unos 10.000 años. Estas dos piezas líticas tan significativas aparecieron en el suelo del abrigo y su originalidad y autenticidad fue testada por el profesor de Prehistoria de la Universidad de Murcia, D. Ignacio Martín Lerma, así como por nuestro socio, amigo y colaborador Norman, también arqueólogo profesional y especialista en la materia. Es significativo señalar que, en prospecciones posteriores, también aparecieron en este potencial yacimiento elementos de industria lítica pertenecientes al Paleolítico Medio, concretamente una raedera lateral y algunos denticulados pertenecientes a la cultura Musteriense, lo que en la ciencia prehistórica viene convencionalmente asociado a un tipo humano determinado: al hombre de Neandertal. La determinación del momento de inicio del Paleolítico Medio es una cuestión muy compleja en la que diversos autores no se ponen de acuerdo. El caso es que se puede detectar una larga fase de transición desde el último período de la cultura Achelense, del Paleolítico Inferior, hacia el Paleolítico Medio y su sistema de talla característico, la técnica Levallois, la cual ya está presente en ese largo proceso de adaptación, cuyo comienzo podemos remontar hasta hace unos 350.000 años y su conclusión a hace unos 128.000 años, momento en el que se considera plenamente establecido en Europa Occidental el Paleolítico Medio, concluyendo con el inicio del Paleolítico Superior (Fernández, 2006-2007). En cuanto al material cerámico, se recogieron, tanto del exterior del abrigo como de su propio suelo, la siguiente panoplia de restos: un fragmento de pared de recipiente de origen, muy probablemente, romano, perteneciente quizás a entre el siglo II a. C. y el I d. C.; un fragmento de borde de alcadafe del siglo XII con cordón impreso ̶es un contenedor de almacenamiento de líquido ̶ ; un fragmento de pared de una marmita del siglo XII ̶ se trata de una producción de cocina de paredes altas y fondo plano ̶ ; dos fragmentos de paredes de cerámica de cocina de época tardo-almohade, siglo XIII aproximadamente, con paredes internas barnizadas; un fragmento de arranque de asa de una redoma tardo-almohade ̶ se trata de una botella cerrada ̶ del siglo XIII aproximadamente, con un tratamiento de efecto vidriado y con un color marrón-verdoso. Como en el cuerpo del escrito se ha mencionado, también se hallaron restos óseos, pero éstos, desde el punto de vista arqueológico, puede que no tengan ninguna significación, pues pertenecen a fauna de ovicápridos y a una cronología muy reciente, según examen realizado por la antropóloga forense de la Universidad de Murcia María Haber Uriarte.
(4) Lo relativo a esta industria lítica, queda suficientemente explicado en la nota anterior.
(5) Óstraca y ostracismo: el primer término define un trozo de cerámica ̶ óstraka ̶ , mientras que el segundo define la institución jurídica nacida con excusa del uso de dichos trozos de cerámica para llevar a cabo un procedimiento propiamente jurídico. Nos encontramos en la Grecia Clásica, entre el 500 y el 336 a. C. ̶ a partir del 336 a. C. comienza la época helenística, con la subida al trono de Macedonia de Alejandro Magno ̶ , concretamente en la ciudad-estado de Atenas. Desde antiguo se discutió el origen de esta ley, Aristóteles la recoge entre las reformas de Clístenes y recuerda que la primera vez que se puso en práctica fue en el 488/7 a. C. cuando se envió al exilio a Hiparco, pariente de los Pisistrátidas” (Abengochea, 2007-2008). En sí, el ostracismo era “un procedimiento legal utilizado en Atenas para expulsar a un ciudadano mediante votación efectuada por trozos de cerámica (óstraka) que llevaban inscrito el nombre del personaje a expulsar. Cada año, en la sexta pritanía, la asamblea popular decidía si era preciso expulsar a alguien. Si la respuesta era afirmativa, se procedía a una votación con los óstraka” ( Abengochea, 2007-2008).
(6) Como se especifica en el texto, esta cerámica es de tradición ibérica y su encuadre cronológico podría ir desde el siglo II a. C. hasta el I d. C.
BIBLIOGRAFÍA:
– Franco Aliaga, Tomás. Geografía Física de España; UD. UNED, Madrid 2003-2007; págs. 304 y 412. Para datos de Biogeografía mediterránea, sobre todo para el ecosistema vegetal.
– Menéndez Fernández, Mario, et. al. Prehistoria y Protohistoria de la Península Ibérica, tomo I; UD. UNED, Madrid 2006-2007; págs. 225-229. Para el encuadre cronológico del Paleolítico Medio.
– Muñoz Amilibia, Ana Mª. et al. Prehistoria, tomo I; UD. UNED, Madrid 2001-2002; págs. 160-163, 323 y 324, y 377-430. Datos de paleoambientes, cronologías del Paleolítico y períodos culturales del Paleolítico Superior.
– Pallarés Martínez, Miguel; et. al. Actas Campaña prospecciones arqueológicas 2018/2019. Una Contribución al Conocimiento de la Prehistoria Murciana: Nuevos Hallazgos en el T.M. de Santomera. Campaña de Prospecciones 2018/2019. Murcia.
– Pallarés Martínez, Miguel. Actas CIJIMA IV. Aproximación al Mundo Antiguo en el T. M. de Santomera a través de los vestigios arqueológicos. Prospecciones 2018-2019. Murcia.
– Pérex Agorreta, María J. et. al. Métodos y Técnicas de Investigación Histórica I; UD. UNED, Madrid 2012; págs. 154 y 155. Para la definición del método y técnica de la prospección.
– Sayas Abengochea, Juan J. Historia de la Grecia Antigua; UD. UNED, Madrid 2007-2008; págs. 221 y 684. Para la definición de los óstraca y del ostracismo.
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