Era ya la hora décima. El cóncavo cielo se vestía de un azul deslumbrante, y un sol exultante daba muestras de su bravuconería en las horas venideras; suerte que un dos de enero de dos mil diecinueve era aún fecha temprana para que desplegara de lleno toda su soberbia indolente propia del estío, con la que se identifica en estos lares la mayor parte del año. No obstante, su ya apreciable vigorosidad y el presumible ejercicio físico que íbamos a realizar, se prefiguraban como buenos aliados contra el suave fresco matutino de nuestro dulce invierno.
Bocanadas de azahar insuflaban ánimos a nuestros primeros pasos, mientras mi compañero y guía de aventura, Miguel Pallarés, iba anticipándome la hoja de ruta. Enfrente, como torre albarrana de fortaleza mora se alzaba el cobrizo peñasco que por Malnombre tiene su nombre. Al poco, dejando atrás el camino entre limoneros que llevábamos, nos disponíamos a iniciar el ascenso por la ladera sur del cerro de nombre aciago. Nuestros pies comenzaron a clavarse con ímpetu sobre la tierra parda y apelmazada del escalón entre el camino y la raíz del piedemonte. Tierra que a modo de argamasa se entremezcla con multitud de piedras de tamaños y formas variadas, cuya textura y color difiere claramente de la cercana de cultivo. A partir de aquí, la musculatura de las piernas se aprieta con cada paso, y la fatiga se vislumbra cercana.
Ante nosotros, ladera arriba, se extendía un manto moteado de vegetación xerófila, donde hierbas esbeltas y áureas, a modo de maduras mieses, alternaban con leñosos matorrales de verdes hojas barquiformes, duras, menudas y enceradas, y con extremos espinosos. Mi guía me precedía ladera arriba, con paso alegre y ojo avizor hacia el suelo, y yo, reservando energías y desplazado unos metros a su derecha, hacía lo propio. Es obvio que la vena prospectora aflora con demasiada naturalidad y no se desaprovechaba palmo de tierra que escudriñar ante nuestros pies. No en vano, y aunque ese no era nuestro verdadero objetivo, inmediatamente comenzaron a aparecer abundantes restos de sílex y cerámica de época calcolítica (1), pues el cerro que pisábamos, sembrado de dichos presentes, fue en otro tiempo el solar donde pudo asentarse un poblado del referido período prehistórico. Como he anticipado, nuestros planes no estaban centrados en el camino que por el momento llevábamos de tránsito, sino en la re-exploración de la línea inferior de toda una cornisa caliza del extremo y frente oeste de la Sierra de Orihuela, de la que se destaca como palo bauprés de galeón español de la Mar Océana nuestro insigne cerro, el del «Mal Nombre». Nos regala la pared calcárea una abundante presencia de cuevas sepulcrales (2), también, presumiblemente, pertenecientes a dicho período prehistórico.
Según los planes trazados por Miguel, el arqueólogo, tras reexaminar y mostrarme algunos de los hallazgos que ya había llevado a cabo con anterioridad en otra expedición, nuestros pasos seguirían por toda la ladera oeste, por la línea divisoria entre la cornisa y el talud de derrubios, por la base del farallón rocoso que en esta parte forma la sierra, antes de declinar en las estribaciones más modestas, orondas y noroccidentales de todo el conjunto de dicha formación montañosa. Nuestra trayectoria, una vez superado el reseñado baluarte del Calcolítico, describiría una especie de circo de montaña, con un lado para ir, y su contrario para volver, dejando entremedias un gran collado, conocido como Barranco de los Mauricios. Poco a poco íbamos ganando altura y nuestra curiosa mirada hacia lo que dejábamos a nuestras espaldas, hacia el valle donde se desarrolla la huerta de Santomera, era todo un espectáculo de colores y de formas geométricas, predominando el verde de los árboles de amarillos frutos. Para la vista no hay mayor recreo que el intentar identificar en el ortogonal parcelario cada espacio y cada lugar previamente conocido. Cual manto de mendigo, recompuesto por multitud de retales variopintos y sus correspondientes remiendos, así se muestra desde tales alturas el puzle de la huerta de los dos reinos. Una mirada tan complaciente como esta, en verdad servía como oportuna excusa para retomar aliento y continuar el ascenso con ánimos renovados.
Aún no acabábamos de encumbrar el talud del Malnombre, sobre el que se yergue su cornisa calcárea de notable desarrollo vertical, cuando sobre el farallón de la sierra, justo delante de nosotros, sobrevolándolo a escasa altura, tuvimos la fortuna de divisar una rapaz diurna de tamaño mediano. El animal daba vueltas en círculo. Corresponde a los expertos en ornitología dar las razones o motivos de este comportamiento del ave, pero para mí que iba buscando algo que llevarse al buche. Banal resultaba nuestra cautela y paso contenido, pues como era de esperar, «el pájaro», sin abandonar su actitud y majestuoso vuelo, se distanciaba cada vez más de nosotros. Impotentes, asistíamos a la acostumbrada sensación que se obtiene cuando, creyendo, desde la ingenuidad propia de un niño, tener la inmensidad de la luna a nuestro alcance, puesto que ilusoriamente, medio oculta tras un cuerpo intercalado entre nosotros y ella, se nos presenta cercana y accesible, y al avanzar con el ánimo de, una vez superado dicho obstáculo, poder alzar nuestros brazos y tomarla entre nuestras manos, y sin embargo descubrimos decepcionados que nos rehuye desafiante, emplazándonos a reanudar el juego de su ingenua caza; así, de igual modo, se zafaba el animal de nosotros una y otra vez.
Superada una pequeña vaguada entre la torre albarrana y su señora, la fortaleza que la justifica, comenzamos el ascenso por la ladera de ésta, por el talud que se despliega a los pies de su imponente farallón rocoso de paredes de vértigo, que se destaca como proa de la inmensa nave en que se constituye toda la sierra y que surca apacible buena parte de la Vega. Una vez arriba, en la divisoria entre cornisa y talud, tras un pequeño y último esfuerzo, y en donde la seguridad de mantenerse a pie firme ya se tornaba un poco precaria, empezábamos a dar verdadero comienzo a la tarea que nos habíamos reservado para esa jornada.
Lo primero que visitamos fue la “Cueva de las Muelas”, cuyo motivo de visita fue la importancia que desde el punto de vista arqueológico atesoraba, así como la complaciente demostración de la gran proeza llevada a término en ella por tres intrépidos personajes, colaboradores habituales con nuestra asociación, y que fue la razón de que dicha riqueza se descubriera y pudiera darse a conocer. Se trata de una pequeña cavidad que no da signos externos de la relevancia que tiene a nivel de subsuelo. Situados frente a ella, por cuya apariencia no pasa de ser un modesto abrigo cubierto por una escueta visera, se observa en su «casi externa» pared frontal, un pequeño agujero de perfiles irregulares, a modo de ojo almendrado; cuyo escaso tamaño, a priori, ejerce un efecto disuasorio sobre cualquier pretensión de introducirse por él para inspeccionar su interior. No obstante, esta posibilidad no deja de generar cierta intriga.
Pues bien, pese al referido efecto disuasorio, y como ya había sido notificado en los círculos científicos donde, desde el punto de vista arqueológico, se dio a conocer la significación de esta cueva, esta evidencia no fue óbice para que los tres osados individuos antes citados, armados de un arrojo incomprensible, se introdujeran en su interior y dieran a conocer su magnífico contenido. En primer lugar, con los medios luminarios adecuados y «de cabeza al agujero», fue reconocido visualmente su interior como buenamente se pudo, para, una vez obtenida la información necesaria, introducirse «de nalgas» en la gruta de forma individual y a turnos, uno tras otro; de modo que en su interior sólo podía permanecer uno. Téngase en cuenta que el ojo de la gruta exige una complexión notablemente delgada y una muy buena forma física, acompañadas de una vestimenta más bien ligera, así como una total ausencia del más mínimo sentimiento de claustrofobia. Por tanto, la inmersión a través de este «útero de la Tierra», a buen seguro que resulta impracticable para la mayoría de los mortales. Condición de la que, indudablemente, quedan al margen nuestros tres estimados y nobles amigos: Norman, Fonsi y Ricardo. Esta incuestionable proeza, de la que sólo la visión de la negra entrada «al averno» deja fuera de toda duda, tenía además el valor añadido de la inconmensurable aportación de Norman, gracias a sus conocimientos como arqueólogo experimentado.
En realidad la siniestra boca deglutoria de esta cueva, de estrecha abertura, daba acceso a una sima (3) de angostas paredes verticales, con una proximidad entre ellas tal que, en el avance por su interior, abrazaba los cuerpos de sus espeleólogos, de la misma forma que los anillos de una inicua y hambrienta serpiente estrujan el cuerpo de su desgraciada víctima en el ritual de la deglución. Asimismo, presentaba una profundidad que aparentaba no sobrepasar los siete u ocho metros; lo suficiente como para que en tan comprometidas condiciones, el intento de la plena inmersión hasta su fondo y su inspección pudiera presentarse como una ardua y peligrosa tarea.
Tras recorrer los tres primeros metros de descenso, se llega a un generoso resorte donde descansar y resolver las dudas y la toma de decisiones acerca de qué hacer a continuación. Lo más sensato fue, tras observar las nuevas dificultades añadidas a un descenso más profundo, tomar la decisión de no proseguir en dicha empresa. Sin embargo, los frutos de lo recorrido hasta ese momento se iban a revelar insospechadamente suculentos: el suelo del aliviadero estaba repleto de huesos humanos pertenecientes a varias partes del esqueleto, perfectamente identificables, incluso para cualquier catecúmeno en la materia, y correspondientes, a lo menos, cinco o seis individuos adultos, así como una calota craneana de un menor. La sorpresa y la satisfacción del hallazgo eran mayúsculos.
El testimonio otorgado de todo ello por Miguel, copartícipe de la loca aventura, encontrándose uno en el lugar y tratando de imaginar la emoción del momento, era sobrecogedor, escalofriante. Las preguntas que surgen acerca de los motivos de la presencia de todos aquellos restos en el interior de la gruta, así como las hipótesis planteadas al hilo de las mismas, son de lo más variado. Adquiere mayor firmeza la de haber servido de forma intencionada de una especie de osario para los posibles y reiterados enterramientos colectivos calcolíticos efectuados en el suelo de esa misma cueva, o, incluso de los procedentes de otras, de las que hay notoria abundancia en el lugar, y en las que se ha podido constatar que se practicó el mismo tipo de ritual de inhumación ̶ enterramientos colectivos en cueva ̶ , típico de este período prehistórico, con objeto del continuo reaprovechamiento de éstas, después de ser vaciadas, para los mismos fines funerarios.
Una vez inspeccionada esta prodigiosa cueva, reanudamos la marcha. Descendiendo unos metros, hasta donde el caminar se hacía posible salvando las tortuosas trampas del roquedo, nuestros pasos se encaminaron hacia el interior del barranco. Sin apartarnos todavía mucho del lugar, desde donde aún era visible casi toda la ladera sur de la sierra y algunos de los caminos que, discurriendo entre limoneros, se dirigen hasta el pie de su falda, sonó el teléfono de Miguel. Era Norman que, acompañado de Fonsi, habían hecho acto de presencia en el lugar y se interesaban por nuestra situación para unirse ellos también a la expedición. En uno de esos caminos de tierra que fluyen por entre «la mar de limoneros», se distinguían a lo lejos dos figuras humanas aproximándose hacia la sierra; se trataba de nuestros dos amigos acercándose a nuestra posición. En breve, como dos montaraces animales que acostumbrados a trepar veloces por los más enriscados montes, los teníamos a nuestro lado. Después de expresar nuestra grata sorpresa y de un afectuoso recibimiento, los cuatro amigos retomamos la marcha hacia el corazón del collado.
Nuestra siguiente parada fue en una modesta gruta donde también fueron hallados previamente restos óseos humanos. Al resguardo de las miradas de curiosos y de excursionistas con fines ajenos a la arqueología, en un inadvertido recodo del barroco roquedo, se encuentra una pequeña cueva de caprichosas e irregulares formas. Primero nos recibe con una especie de bañera o cuna a la que se accede trepando por unas rocas dispuestas a su entrada, para después mostrarnos una estrecha y alargada raja vertical de sugestivas interpretaciones funcionales desde el punto de vista de la arqueología funeraria o ritual, pues las dudas acerca de su profundidad y posibles contenidos dejan al observador a merced de una rotunda incógnita. A falta de saber las posibles vicisitudes de la raja sin su atento y previo estudio, no queda más remedio que conformarse con lo sabido sobre la cuna de su entrada, a la que hay que, literalmente, asomarse para ver su fondo. Fue aquí, en este receptáculo donde nuestro arqueólogo se traía hallados los restos antes citados. Se trataba de una calota craneana y de una costilla, los cuales, debidamente reintroducidos en su lugar de reposo y recubiertos con tierra, a salvo de posibles fisgones, se encontraban todavía donde por derecho natural les correspondía. Intrigantes ritos de la muerte juegan con nuestro entendimiento. ¿Por qué unas partes del esqueleto sí y otras no? A saber. Evadido de este rompecabezas, sólo se me ocurre una irrelevante y abstracta idea producto de un derrame poético, que en nada dilucida nuestra pregunta: «una cuna para la vida, una cuna para la muerte».
De regreso a la sensatez, nuestros pies nos condujeron a través de los caminos que las azarosas sinuosidades topográficas nos iban ofreciendo, «haciendo machadianos caminos al andar». Unas veces subíamos y otras bajábamos, pero allá donde nuestra vista hallaba posibles escondrijos alojados en incólumes riscos, tratábamos de asomarnos para intentar desvelar lo que su sombra ocultaba. Así, de esta guisa, llegó el momento en el que, descendiendo de cota, nos introdujimos en un amable ramblizo, donde reinaba una atmósfera única, donde la paz y un cierto halo de misterio adquirían espesura. Tan agradable sensación nos disuadió por un tiempo de romperla con nuestras voces, así que procuramos avanzar en silencio por el interior de la rambla, hasta que, llegados casi al extremo de su trayecto, se nos presentó un magnífico abrigo situado a escasa altura del fondo de la misma. Se trataba de una oquedad de considerable envergadura en su boca, desde la que no quedaba oculta ninguna parte de su interior, mostrando con bondad lo que su escasa profundidad albergaba, y con la altura suficiente como para poder permanecer de pie en buena parte de su habitáculo. La significativa potencia de su estratigrafía se mostraba evidente, lo que desde el punto de vista arqueológico es traducible en un posible tesoro. Su posición estratégica, desde el punto de vista de la actividad cinegética de los grupos humanos pretéritos que pudieron rondar por estos enclaves, se desvela magnífica. En verdad, para Norman no se trataba de una sorpresa, de algo nuevo y desconocido, como sí lo era para un servidor, sino que ya la conocía de antaño, habiendo sopesado desde entonces sus posibles potencialidades arqueológicas.
Emergiendo de este lugar de ensueño, como de cuando en cuando lo hacía el Nautilus del Capitán Nemo, desde las maravillosas entrañas del océano, para cruzarse con la siniestra realidad aérea, recreada como tal en su retorcida mente, y que tanto atormentaba al huraño marino, así emergimos nosotros de aquél Edén para tropezarnos, no con un terrorífico Mordor tolkiano recreado por nuestra imaginación, sino con un verdadero infierno propio del trepidante periplo de Dante Alighieri. Parafraseando lo que tantas veces se expresa en el lenguaje cotidiano para mostrar el asombro producto de una profunda decepción, se podría decir que «se nos cayeron los palos del sombraje». La imagen que se abría ante nuestros ojos era desoladora. La tierra descarnada, rota a zarpazos por las garras de una fiera, se nos antojaba quejosa, abatida en lamentos, y con la fealdad física que refleja los tormentos del alma. Nos encontrábamos «EN LA FRONTERA». En la frontera entre la civilización y la barbarie. Por mucho que el símil pueda parecer exagerado, esa era la verdadera sensación. En la frontera entre el agradable paisaje natural al que dábamos la espalda y el desolador escenario que vislumbrábamos ante nosotros, resultado de la descabellada, por inapropiada, intervención industrial de extracción de áridos en el lugar. Es decir, la montaña había sido mutilada por una cantera, donde un solo interés, el puramente económico, se había apropiado del lugar, desdeñando cualquier otro interés de índole tanto o más digna. De nuevo, el silencio había hecho acopio entre nosotros, pero no hacía falta decir nada, los rostros enmudecidos hablaban por sí solos.
Impertérritos por lo turbado del ánimo, reos de un paralizante «mazazo emocional», acertamos a darnos la vuelta para alejarnos de aquél desagradable escaparate. Comenzamos el retorno tratando de discurrir por el lado oeste del barranco, o sea, por el costado contrario al que por ida habíamos llevado. Poco a poco, retomando el ánimo ante las nuevas expectativas que se iban ofreciendo, con ocasión de las posibles virtudes que mostraban los nuevos escenarios que florecían de tramo en tramo, tan ingrato trago se nos iba diluyendo al compás de nuestro avance en el regreso. Aún antes de arribar de nuevo al Malnombre, nuestro insigne punto de partida, por fortuna, nos renacieron las ilusiones ante las promesas que el paisaje nos mostraba de cara a futuras expediciones. Éstas habrían de tomar rumbo oeste por todo el frente sur de las estribaciones menores del sector más occidental de la sierra, donde, no en vano, en posteriores prospecciones, nos llevaríamos gratas sorpresas por lo prolífico de su riqueza arqueológica, «observada desde tres magníficas ventanas». Pero bueno, «esto ya es harina de otro costal».
(1) Calcolítico: período tardío prehistórico que se desarrolla a continuación del Neolítico. Su característica principal es que con él se inicia la tripartita edad de los metales. Se corresponde, obviamente, con el primer período metalúrgico, o sea, la edad del cobre ̶ los subsiguientes, por este orden, serían los que se citan: bronce y hierro ̶ . No en vano, su nombre, establecido con criterios tecnológicos, deriva del término griego para este metal ̶ cobre ̶ , lo que se traduce como Calcolítico para este nuevo y revolucionario período tecnológico y cultural. Otras características significativas asociadas a este período se refieren a cambios muy importantes relativos al ámbito social, con una mayor complejidad y estructuración de la sociedad; al económico; al habitacional y ocupacional del territorio; al productivo, etc. Cronológicamente, grosso modo, se extiende desde un momento impreciso de la primera mitad del III milenio a. C. hasta en torno al 1.900 a. C., momento del comienzo del Bronce Antiguo. Será en el sureste peninsular, en la provincia de Almería, en la que se desarrollará, durante la segunda mitad del III milenio a. C., la primera cultura de la Península conocedora del cobre, Los Millares. Este poblado, situado en Santa Fe de Mondújar (Almería), proporcionó las bases para la sistematización de una de las primeras culturas calcolíticas peninsulares, que se desarrolló en las provincias de Almería, sur de Murcia y oeste de Granada, entre el 2.700 y el 1.800 a. C.
(2) A diferencia de otros lugares de la Península, como es el caso del foco radiante de esta cultura, los Millares, ubicado más al sureste que nuestra posición geográfica, radicada más hacia el levante peninsular propiamente dicho, al que nuestra región también se puede considerar adscrita, debido a su ubicuidad entre ambos espacios geográficos, el sureste y el levante; en el ámbito levantino los enterramientos de este período se realizaban, generalmente, en cuevas sepulcrales, mientras que en el caso anteriormente señalado, sureste y otros enclaves, éstos se llevaban a práctica en estructuras construidas artificialmente por el hombre: bien en hipogeos excavados en la roca o bien en cualquier tipo de estructura megalítica. En el caso del levante, espacio con el que compartimos más similitudes en el aspecto funerario para este período de la prehistoria que con el vecino sureste y otras localizaciones peninsulares, los enterramientos se realizaban por el ritual de inhumación colectiva en cuevas naturales, abrigos, covachos y grietas, siendo destacable la ausencia de monumentos megalíticos. De hecho, este rito se extiende concretamente desde Murcia hasta el Llobregat. Esto, en cierto modo, supone una continuidad con respecto a los modos de enterramiento del Neolítico antiguo, pero, únicamente, en lo que a ubicación se refiere, ya que se realizan en cueva. Sin embargo, ahora éstas son exclusivamente funerarias, dejando de tener funciones habitacionales al trasladarse esta función a los poblados que se van estableciendo paulatinamente al aire libre. Es posible que muchas de estas cuevas sepulcrales sirvieran en su momento como lugares de enterramiento secundario, a las que se llevarían los restos humanos tras su depósito temporal en un «pudridero». Existen también restos humanos en el interior de las estructuras de los asentamientos al aire libre, pero es menos frecuente.
(3) El modelado kárstico: algunos tipos de rocas sedimentarias, al ser atacadas por la erosión, fundamentalmente por el agua, que las disuelve en condiciones especiales, dan origen a unas formas de relieve conocidas como modelado Kárstico. Aunque como se ha dicho, los tipos de rocas sobre los que se dan estos fenómenos de disolución química ̶ yesos, sales, etc. ̶ son variados, la abundancia de las calizas entre las rocas sedimentarias, hace que dichos fenómenos sean más visibles sobre este tipo de litologías. Las formas de relieve más características del Karst son los lapiaces, las depresiones cerradas y las cavidades subterráneas. Entre este último tipo, y/o bien formas superficiales, podemos clasificar las simas. Éstas son fisuras abiertas en la superficie de la planicie que se ensanchan hacia abajo por disolución dando una forma semejante a un embudo. No es extraño que conduzcan a una cueva. A veces, se hallan en el fondo de las dolinas o de otras formas superficiales.
Bibliografía.
– Menéndez Fernández, Mario, et. al. Prehistoria y Protohistoria de la Península Ibérica, tomo II; UD. UNED, Madrid 2007; págs. 79-83, 95-99, 104-118 y 135-180. Para la definición del término Calcolítico, sus características sociológicas, culturales y económicas, ritos funerarios, así como para su encuadre cronológico.
– Roldán Hervás, J. Manuel. Historia Antigua de España I: iberia prerromana, Hispania republicana y altoimperial. UD. UNED, Madrid 2001-2008; págs. 43-48. Ritos funerarios y cultura de Los Millares.
– Santos Preciado, J. Miguel; et. al. Geografía General I (Geografía Física). UD. UNED, Madrid 1994-2004; págs. 567-569. Para la definición del modelado kárstico.
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